En los últimos años, y sobre todo en la última década, viajar es asequible al bolsillo de una buena parte de la población europea.
Aunque sea viajando en aviones abarrotados como una lata de sardinas y sin poder mover apenas las piernas todo el tiempo que dura el trayecto. Y consecuentemente, los destinos turísticos mas conocidos están abarrotados de visitantes de todo tipo.
Es el caso de Barcelona. Todos los lugares con un mínimo de interés, están desbordados de turistas armados de móviles intentando autorretratarse para enviar a propios y ajenos la fotografía que demuestre que estuvieron "allí".
Por motivos profesionales, he tratado con turistas que en una sola mañana se han "cascado" una visita a la Sagrada Familia, La Pedrera y el Parque Güell, de un tirón, ¡¡ y todo eso antes de almorzar !!.
Creo que muy pocos de ellos han trabado un mínimo conocimiento de lo que estaban viendo, y que básicamente ese "empacho" de la obra de Gaudí, lo han realizado porque alguien les dijo, o leyeron en algúna parte que eso era "lo que había que ver" en Barcelona.
Y a los que amamos el turismo tranquilo y sin masificación, ciertos destinos por muy interesantes que sean, se nos vuelven muy incómodos.
El monte Saint Michel en la región de Normandía, Francia, es uno de esos destinos que atraen multitudes, por su belleza, y su agitada historia. En algunos dias de verano, en plena temporada turística, el islote soporta entre treinta y cuarenta mil visitantes al dia.
Pero estos dias en que a los europeos el miedo a la endemia nos ha recluido, el pequeño pueblo y la abadía respiran serenidad, sin multitudes vocingleras, y sin irresponsables que se hacen una "selfie" a punto de despeñarse desde la altura.
Debe ser un auténtico placer escuchar el ruido del oleaje y a las aves marinas que sobrevuelan la aguja de la abadía.
Os dejo el vídeo, grabado estos dias con un "dron", donde la belleza del lugar refulge en la soledad.